Historia personal de las palabras/Autor: Eloy Tejera
SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Siempre hay un acontecimiento o un hecho que nos conecta por siempre con las palabras. Es ese momento es que las palabras cobran vida, que dejan de ser un signo negro y muerto sobre la página. Conozco escritores que se han pasado la vida entera escribiendo de cadáveres y posiblemente no han tocado un cuerpo en estado inerte, ya sin al aliento vital que lo sacude, y otros que han cantado temblorosa y débilmente a la nieve sin nunca haber contemplado esa capa blanca inundar calles y árboles.
Una cosa es la teoría, el embardunarse del sonido o dejarse tragar o deslumbrar por la grafía. Otra es descubrir en el terreno el significado de la misma, contactar en carne viva a qué verdaderamente está asociada.
En mi caso particular, tengo una historia personal con las palabras más sonoras, con esos rimbombantes sonidos que tantas veces se repiten. Como escritor ha sido una cosa, como viviente y actuante o receptor de ellas, ha sido otra. He ido haciendo un catálogo personal de ellas. Ofrezco por el momento algunas.
Biblioteca personal.- La primera vez que supe lo que era una biblioteca personal fue cuando visité la casa del cineasta y escritor Jimmy Sierra. Anteriormente, lo que a mi juicio se reducía aquello era a diez o doce libros que humildemente había logrado acumular y tenía celosamente en casa. El hecho de tener que subirme en una escalera para poder limpiar los cientos de libros o contemplar cómo mi admirado profesor los tenía colocados por categorías, me marcó. De ahí nació en mì la idea precisa de lo que era una biblioteca personal, y la magia y belleza que contenían los libros, no simplemente apilados, sino ordenados amorosa y religiosamente en un espacio.
Fanatismo. Felipito. Conocí la palabra fanatismo a muy temprana edad. Estudiaba yo en el colegio Evangélico Dominicano y allí cada mañana el profesor nos obligaba a rezar y a recitar versículos de la biblia que a mi tierna edad aún no estaba en capacidad de digerir. Aquel profesor-pastor llamado Felipito era el encargado de conducirnos religiosamente, y era el perfecto ser para describir que les sucedía a aquellas almas que no aceptaban a Cristo. No he visto a nadie que describa el infierno con tanta pasión. Compitiendo con Dante, aquel de los magistrales círculos a los que descienden las almas contaminadas. Felipito tenía la cara redonda, como ese mundo que es inabarcable, los ojos llenos de fuego, como de esa lava que arrojan los volcanes cuando iracundos sepultaban los pueblos. Era bajo de estatura, pero muy grande temor infundía. No es una coincidencia, creo que la Felipito y fanatismo, comiencen con f.
Perversidad. Es una palabra a la que siempre le tenía miedo y respeto. Casi nunca la había usado en algunos de los libros que había escrito. Quizás en El dìa que Balaguer muera me parapeté a su lado para describir uno de los actos del personaje principal de aquel texto. Pero en realidad, a mis 30 y pico de años aún no la había conocido hasta que me topé con un personaje, que por Ventura, ya estoy hace tiempo lejos de èl. Recuerdo cómo esa persona hacía lo indecible para perjudicarme o meterme en problemas. No me hacía una guerra literaria a la altura del jorobado Alarcón o del manco de Lepanto (Cervantes), pues no tenía suficientes vuelos artísticos. Eso sì recuerdo còmo se dedicaba a enviar cartas que yo no había escrito, a publicar fotografías en la que yo aparecía en un contexto distinto y hacer diabluras que hasta el momento para mì eran inimaginables. Luego de eso, no he conocido otro ser más bajo y perverso. El trofeo de la perversidad lo lleva en su pecho, además del cáncer.
Dolor. Ah qué palabra. Cuántas veces la subrayé en libros, en cuántos contextos distintos me asomé para en sus breves sílabas captar el largo drama que cargaba. Pero supe lo que era el dolor cuando mi padre agonizaba, cuando en sus estertores sus ojos llenos de lágrimas se cruzaron con los míos. El sabía que era el final. Yo intuía que al abismo me acercaba inexorablemente. Y ambos llorábamos como niños, y yo no podía evitar que las lágrimas bañaran mi rostro.
Luego tuve que cargar su ataúd. Debí ser uno de los cuatro que sostuvieran aquella humanidad vencida, y entonces a esa hora de la tarde en que casi se anuncia la llegaba del crepúsculo, debimos meterlo en un nicho frío, debí escribir su nombre en un fresco cemento que habían a la prisa elaborados unos humildes obreros. Era el final. Era mi principio para conocer la palabra dolor. Desde entonces está escrita en mi alma.
Muerte. Mi padre y yo íbamos por un callejón estrecho aquella madrugada. Como de costumbre yo iba asido a su mano, asì era la seguridad que conocía. Recuerdo que hacía ese frío extraño de las madrugadas que nos parecen inhóspitas. Una noticia al parecer había levantado a todo el barrio. De pronto mi padre me levantó, y me dijo, sin señalarlo (necesidad no había ante la evidencia física): Mira ahí a Jesús. Estaba tendido en el ataúd, el hijo de Doña Tina, quien murió ahogado durante una gira. Nunca más un nombre había estado tan bien puesto. Era delgado, pálido, tenía el pelo negrísimo y así a lo largo, en esa horizontalidad me pareció más largo de la cuenta. Ese día me di cuenta que la gente se moría, que cada quien tenía colocado un sello finito en la frente. Así conocí así a la parca, llevado de la mano y sostenido por mi padre.
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