DISTRITO NACIONAL, República Dominicana.- Leer a Tony Judt siempre ha sido un festín para quienes aspiramos a nutrirnos de la historia, de la filosofía y la sabiduría de los personajes que han intervenido a viva voz en el debate público. La sagacidad y el tino con que reconstruyó hechos históricos para extraer enseñanzas aplicables a todos los contextos constituyen grandes atributos de este gran autor, quien es un referente insondable al momento de hablar de política.
Una de esas obras que aplican hoy más que antes es El peso de la responsabilidad, en la que analiza la importancia de la responsabilidad pública, un concepto que cada vez se cultiva menos en nuestro país y en toda la región, a pesar de que se disponen de más medios y herramientas para exigirlo con rigurosidad.
En base a las vidas de Albert Camus, Léon Blum y Raymond Aron, recorremos la importancia y el sentido de la responsabilidad de quienes ocupan un puesto relevante en la opinión pública, no desde el punto de vista de un político o de un funcionario público, sino desde la posición de quienes gozan del prestigio que la sociedad otorga a aquellos que representan fielmente el interés de la mayoría.
La pasión intelectual francesa de la época de estos tres grandes autores, unida al extremismo político de la época, constituye un interesante paralelismo aplicable hoy en día, que nos lleva a cuestionarnos qué tan necesario es el rigor intelectual en momentos de turbulencia política.
Sanguinetti alguna vez escribió que el intelectual no es simplemente un escritor, un pintor, un historiador, un sociólogo o un filósofo; «es cualquiera de ellos pero en actitud de opinado -y juez- universal». Se trata de una persona con el reconocimiento suficiente para sentarse en la pantalla de la televisión -y ahora del celular- tanto o más que muchos políticos, aunque sin su compromiso.
Son personas que tienen el derecho y el deber de cuestionar el sistema, intervenir constantemente en el debate público y convertirse en agudos detractores que arrojan luz en la arena pública, para aportar, desde la filosofía, la sociología y otras disciplinas, las soluciones a los problemas estructurales y sempiternos que agobian a las sociedades.
A ellos les corresponde analizar y cuestionar los cambios que se suceden velozmente en las ideologías y en los partidos, en la democracia y en el sistema electoral. Les concierne el deber de luchar contra los excesos de poder en la sociedad y el agravamiento de las desigualdades sociales. Los intelectuales deben ser los primeros en enfrentar el conformismo ideológico y propugnar por un sistema de pesos y contrapesos, que sirva a la institucionalidad en la medida en que amplía el abanico de oportunidades y opiniones que ayudan a construir el consenso público.
El país se enfrenta a momentos definitorios en lo económico, en lo político y en lo social, que demandan cambios imprescindibles en los cuales debe implicarse toda la sociedad. La política -y lo que sucede en esta- no puede ser ajena al común de la sociedad y, mucho menos, a los que ejercen el rigor intelectual. Estos últimos deben comprometerse y encontrar espacios de común acuerdo con los partidos y los políticos, para emprender la tarea hercúlea del fortalecimiento de la democracia en nuestro país.
Sería una gran lástima que el vértigo de la actualidad política nos impida reflexionar sobre el futuro de la sociedad dominicana con seriedad y que no podamos discutir a profundidad el rechazo de los ciudadanos a la política y a los partidos.
La responsabilidad de exigir ese importante debate recae sobre quienes, sin ser de la política, ocupan esos puestos relevantes en el imaginario público. A ellos les corresponde servir de contrapeso y guiarnos para que en lugar de solo “reflejar las fisuras políticas y culturales de su entorno”, puedan “contribuir a enderezar la atención nacional hacia otras sendas más prometedoras”.
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